Geishas. Muñecas de Porcelana.
Finalizada la Segunda Guerra Mundial, cambió
por fuerza la vida en Japón. No sólo el emperador fue obligado a
declarar su "humanidad" (hasta entonces se lo consideraba divino), sino
que una serie de decretos apuntó a derribar hábitos muy arraigados en la
mentalidad nipona. Entre ellos, uno de 1946 prohibía el funcionamiento
de las okiyas, casas que se dedicaban a comprar niñas y educarlas como
geishas.
Sin embargo, hay geishas todavía. Ya no cumplen las mismas funciones que
antes; en todo caso son una atracción turística o hacen las veces de
acompañantes en reuniones sociales o de negocios. Pero todavía recurren a
ellas quienes se resisten a una occidentalización a ultranza, y ellas
mismas se consideran guardianas de una tradición secular.
Arte y persona
El origen de estas mujeres -especie de cortesanas, pues su educación y
refinamiento las ubicaba muy por arriba de las prostitutas- está ligado
al florecimiento de la clase comerciante.
A principios del siglo diecisiete, el Japón feudal de los shogunes
(generales) cerró sus puertas al mundo. Sin embargo, no se pudo evitar
el crecimiento de pueblos y ciudades y la actividad mercantil.
Los grandes señores despreciaban a los comerciantes, aunque debían
recurrir a ellos como prestamistas. Aunque éstos se enriquecían cada vez
más, chocaban con una sociedad de reglas muy estrictas: ni siquiera
podían usar ropas lujosas para que nadie los confundiera con un señor
feudal.
Las únicas libertades que podían tomarse eran las propias de los
distritos de cortesanas. Y es lo que hicieron: así como en el teatro
kabuki -pintoresco y, en algunos casos, de protesta- encontraron su
forma de expresión, con las geishas pudieron encauzar la vida social.
En esos barrios florecieron las ochayas, casas de fiestas en las que los
comerciantes discutían sus negocios, eran atendidos como señores y se
dedicaban a pasarla bien. Los hombres limitaban sus hogares a la vida
familiar. Para la esfera laboral y social -y no sólo para el placer- las
ochayas eran el verdadero hogar.
¿Qué papel jugaban las geishas? Su nombre deriva de dos ideogramas
chinos que significan "arte" y "persona": algo así como "la persona que
domina todas las artes". La belleza era secundaria: lo que importaba era
la agudeza y fluidez de su conversación. Su preparación demoraba años y
no se limitaba a la complicada ceremonia del té: cuando pocos sabían
leer y escribir, ellas dominaban Historia, Arte y Matemática, además de
canto, baile y guitarra japonesa. Eran también expertas en política y
relaciones públicas, pues muchos negocios dependían de su diplomacia y
capacidad para resolver situaciones difíciles.
Hermosas marionetas
Sin embargo no pasaban de ser esclavas de lujo, compradas y vendidas
como un mueble valioso, y eran despreciadas públicamente. Ni siquiera
podían poner sus nombres en las tumbas. La vida útil de las geishas era
corta, pues rápidamente quedaban calvas por el ungüento con que se
peinaban, y el plomo que servía como base para su maquillaje blanco las
marcaba para siempre. Su destino por lo general era el asilo o el
suicidio: nunca llegaban a independizarse de la okiya, y tampoco les
hubiera servido demasiado lograrlo, pues la piel manchada las
estigmatizaba para siempre.
Debían dedicar varias horas a vestirse. El maquillaje tenía que cubrir
rostro y cuello (también se pintaban la nuca, que era considerada la
parte más seductora). Después de colocarse la pasta blanca, pasaban un
trozo de madera quemada para ennegrecer las cejas y delineaban los ojos
con pintura roja para resaltar los ojos oscuros. De rojo también
pintaban las mejillas (con polvo de flores) y los labios.
Untaban el cabello con un ungüento grasoso que le daba brillo y lo
mantenía tirante y bien peinado durante una semana. Luego se ponían una
serie de kimonos a modo de enaguas y sobre ellos el de geisha.
Finalmente, un anciano -el hakoya- les envolvía fuertemente la cintura
con una faja -que podía llegar a medir cuatro metros de largo- y daba
los últimos toques al atuendo.
Todo realzaba la apariencia de marioneta que mostraban también con sus
modales y su manera delicada de hablar. Sus rasgos de esfinge eran
producto de un largo aprendizaje: se consideraba de mal gusto la
expresión de cualquier sentimiento, tanto de tristeza o nostalgia como
de alegría excesiva.
Una historia
Un cronista japonés recogió la historia de una geisha que conoció en un
asilo de ancianos a fines del siglo pasado. Umechiyo venía de una
familia de buen pasar, pero arruinada por la muerte del padre. Sus tíos
la vendieron a una okiya cuando tenía ocho años. Allí convivió con la
administradora (una ex geisha), ocho geishas, dos sirvientas y un
hakoya. Ella y otras seis niñas eran las oshakus (doncellas). La
administradora llevaba un cuaderno en el que anotaba los gastos por
comida y educación de cada discípula.
Además de estudiar todo el día desde las cinco de la mañana, el método
para estimular el aprendizaje de las niñas consistía en tener un trato
diferencial entre geishas y oshakus: éstas debían bañarse con agua fría y
no estaban tan bien alimentadas como las otras, que no debían demostrar
hambre ante un cliente.
Una mañana, cuando cumplió dieciocho años, Umechiyo fue de sorpresa en
sorpresa: se bañó con agua caliente y le sirvieron una comida abundante y
deliciosa. A la hora de vestirse, la administradora le dio un kimono
espléndido y el hakoya le puso una faja bordada con hilos de oro.
Era su debut, aunque todavía no era una verdadera geisha. Fue con sus
compañeras a un gran salón de fiestas, donde tuvo mucho éxito. Esa noche
un comerciante sesentón decidió comprarla por unos cincuenta mil
dólares de hoy (además de los gastos anotados en el cuaderno durante los
diez años de estudios).
Aunque ella siguió viviendo en la okiya, tuvo una especie de boda:
recibió de su dueño un anillo de brillantes, se organizó una fiesta a la
que asistieron los personajes y las cortesanas más importantes del
lugar y cambió su nombre por el de Umeya cuando se inscribió en el
registro de geishas.
Para el hombre, ser dueño de una joven bella y talentosa como ella era
una muestra de poder. Él y Umeya eran invitados a todas las fiestas
importantes y los conocimientos políticos de la joven atraían el interés
de personajes influyentes, lo que se traducía en prestigio para el
patrón.
Un par de años después el comerciante volvió a pagar por ella para
sacarla definitivamente de la okiya y hacerla su concubina. Pero no era
una cuestión de amor: no se podía tener dos geishas a la vez y las
complicadas convenciones exigían que el comerciante adquiriera otra para
demostrar que era cada vez más poderoso, pero no podía correr el riesgo
de desprestigiarse si la okiya vendía a Umeya a alguien de menor
condición social.
Instalada en una linda casa, con dos mujeres que hacían de sirvientas y
vigilantes, Umeya perdió contacto con el mundo exterior. Como concubina,
una vez al año debía someterse a la humillación de presentar sus
respetos a la esposa de su patrón (aunque no podía hablar, pues su voz
habría ofendido la casa), quien le regalaba un kimono usado y agradecía
los servicios prestados. Umeya sabía que más tarde la señora haría
limpiar con sal los sitios donde había estado parada la concubina.
Cuando su dueño murió ella no se enteró: sólo lo supo cuando envió a una
sirvienta a preguntar por su ausencia. Pero el dinero que la viuda le
envió no alcanzaba para la supervivencia de ella y del hijo que había
tenido.
Así las cosas, comenzó su decadencia: volvió a la okiya, donde sirvió a
distintos patrones, y cuando se sintió vieja comenzó a dar clases, pero
finalmente fue a parar al asilo. Su hijo se mandó a mudar en cuanto
pudo, pues su origen era vergonzante.
Pero ni en el asilo tuvo tranquilidad. Sus modales, la calvicie y las
manchas en la cara la delataban; sus propios compañeros la despreciaban y
la obligaban a servirlos. Sólo una vez al año, para una fiesta que se
celebraba allí, volvía a vestirse como siempre, cantaba y bailaba como
sabía hacerlo: ante ese auditorio de indigentes, Umeya sentía que
recuperaba su antiguo brillo.
Las geishas, hoy
En la actualidad no son esclavas, sino que eligen libremente la
profesión. Cuando no trabajan visten a la occidental; los cosméticos
modernos y las pelucas les evitan los estragos de antes. A pesar de la
prohibición, existen algunas okiyas adonde pueden ir a formarse, pero
casi no quedan salones de fiestas, y los que hay son muy caros.
Su trabajo se parece más al de una anfitriona. Por lo general son
contratadas por industriales o comerciantes que agasajan a sus socios o
invitados con un espectáculo exótico o que mantienen el hábito de
separar la vida familiar de los negocios y la política.
Algunas aparecen en la televisión o en el teatro u organizan shows para
turistas. Ahora muchas hablan varios idiomas, saben jugar al golf o al
tenis, pero todas mantienen la rica formación que las hizo célebres,
aunque ya no tengan mucha ocasión de desplegar sus habilidades: trabajar
en un club nocturno o en un restaurante de lujo es tanto o más rentable
y no obliga a ningún tipo de educación especial. Sin embargo se
muestran orgullosas de su profesión y una vez al año, hacia la
primavera, realizan en las calles el "desfile de las geishas": allí,
vestidas con sus ricos quimonos, regalan a la gente la fascinación
milenaria de su arte •