Nuestro primer encuentro fue un trago amargo. La verdad permití que un suspiro escapara de mis labios antes de recibir un golpe de realidad al revisar mis bolsillos. Me retiré maldiciendo entre dientes, proseguí mi camino sin volver el rostro.
Crónicas Cosplayer. Yukio Scarlet es una cosplayer que tras largo tiempo de indagar entre cómics, ciencia ficción, animé, manga, fantasía y otros géneros que alimentan el imaginario colectivo; decide compartir vivencias. Jamás creerás en lo que ven tus ojos, y menos en lo que ves en los míos. Déjame mostrarte mi pequeño planeta, la belleza que en él habita y el amor que irradia su sol.
Hermosas marionetas
Sin embargo no pasaban de ser esclavas de lujo, compradas y vendidas
como un mueble valioso, y eran despreciadas públicamente. Ni siquiera
podían poner sus nombres en las tumbas. La vida útil de las geishas era
corta, pues rápidamente quedaban calvas por el ungüento con que se
peinaban, y el plomo que servía como base para su maquillaje blanco las
marcaba para siempre. Su destino por lo general era el asilo o el
suicidio: nunca llegaban a independizarse de la okiya, y tampoco les
hubiera servido demasiado lograrlo, pues la piel manchada las
estigmatizaba para siempre.
Debían dedicar varias horas a vestirse. El maquillaje tenía que cubrir
rostro y cuello (también se pintaban la nuca, que era considerada la
parte más seductora). Después de colocarse la pasta blanca, pasaban un
trozo de madera quemada para ennegrecer las cejas y delineaban los ojos
con pintura roja para resaltar los ojos oscuros. De rojo también
pintaban las mejillas (con polvo de flores) y los labios.
Untaban el cabello con un ungüento grasoso que le daba brillo y lo
mantenía tirante y bien peinado durante una semana. Luego se ponían una
serie de kimonos a modo de enaguas y sobre ellos el de geisha.
Finalmente, un anciano -el hakoya- les envolvía fuertemente la cintura
con una faja -que podía llegar a medir cuatro metros de largo- y daba
los últimos toques al atuendo.
Todo realzaba la apariencia de marioneta que mostraban también con sus
modales y su manera delicada de hablar. Sus rasgos de esfinge eran
producto de un largo aprendizaje: se consideraba de mal gusto la
expresión de cualquier sentimiento, tanto de tristeza o nostalgia como
de alegría excesiva.
Una historia
Un cronista japonés recogió la historia de una geisha que conoció en un
asilo de ancianos a fines del siglo pasado. Umechiyo venía de una
familia de buen pasar, pero arruinada por la muerte del padre. Sus tíos
la vendieron a una okiya cuando tenía ocho años. Allí convivió con la
administradora (una ex geisha), ocho geishas, dos sirvientas y un
hakoya. Ella y otras seis niñas eran las oshakus (doncellas). La
administradora llevaba un cuaderno en el que anotaba los gastos por
comida y educación de cada discípula.
Además de estudiar todo el día desde las cinco de la mañana, el método
para estimular el aprendizaje de las niñas consistía en tener un trato
diferencial entre geishas y oshakus: éstas debían bañarse con agua fría y
no estaban tan bien alimentadas como las otras, que no debían demostrar
hambre ante un cliente.
Una mañana, cuando cumplió dieciocho años, Umechiyo fue de sorpresa en
sorpresa: se bañó con agua caliente y le sirvieron una comida abundante y
deliciosa. A la hora de vestirse, la administradora le dio un kimono
espléndido y el hakoya le puso una faja bordada con hilos de oro.
Era su debut, aunque todavía no era una verdadera geisha. Fue con sus
compañeras a un gran salón de fiestas, donde tuvo mucho éxito. Esa noche
un comerciante sesentón decidió comprarla por unos cincuenta mil
dólares de hoy (además de los gastos anotados en el cuaderno durante los
diez años de estudios).
Aunque ella siguió viviendo en la okiya, tuvo una especie de boda:
recibió de su dueño un anillo de brillantes, se organizó una fiesta a la
que asistieron los personajes y las cortesanas más importantes del
lugar y cambió su nombre por el de Umeya cuando se inscribió en el
registro de geishas.
Para el hombre, ser dueño de una joven bella y talentosa como ella era
una muestra de poder. Él y Umeya eran invitados a todas las fiestas
importantes y los conocimientos políticos de la joven atraían el interés
de personajes influyentes, lo que se traducía en prestigio para el
patrón.
Un par de años después el comerciante volvió a pagar por ella para
sacarla definitivamente de la okiya y hacerla su concubina. Pero no era
una cuestión de amor: no se podía tener dos geishas a la vez y las
complicadas convenciones exigían que el comerciante adquiriera otra para
demostrar que era cada vez más poderoso, pero no podía correr el riesgo
de desprestigiarse si la okiya vendía a Umeya a alguien de menor
condición social.
Instalada en una linda casa, con dos mujeres que hacían de sirvientas y
vigilantes, Umeya perdió contacto con el mundo exterior. Como concubina,
una vez al año debía someterse a la humillación de presentar sus
respetos a la esposa de su patrón (aunque no podía hablar, pues su voz
habría ofendido la casa), quien le regalaba un kimono usado y agradecía
los servicios prestados. Umeya sabía que más tarde la señora haría
limpiar con sal los sitios donde había estado parada la concubina.
Cuando su dueño murió ella no se enteró: sólo lo supo cuando envió a una
sirvienta a preguntar por su ausencia. Pero el dinero que la viuda le
envió no alcanzaba para la supervivencia de ella y del hijo que había
tenido.
Así las cosas, comenzó su decadencia: volvió a la okiya, donde sirvió a
distintos patrones, y cuando se sintió vieja comenzó a dar clases, pero
finalmente fue a parar al asilo. Su hijo se mandó a mudar en cuanto
pudo, pues su origen era vergonzante.
Pero ni en el asilo tuvo tranquilidad. Sus modales, la calvicie y las
manchas en la cara la delataban; sus propios compañeros la despreciaban y
la obligaban a servirlos. Sólo una vez al año, para una fiesta que se
celebraba allí, volvía a vestirse como siempre, cantaba y bailaba como
sabía hacerlo: ante ese auditorio de indigentes, Umeya sentía que
recuperaba su antiguo brillo.

En la actualidad, esta canción se acompaña de la danza Bon la que según la costumbre budista japonesa se utiliza para honrar el deceso de los espíritus de sus ancestros.
Su historia
El Soran Bushi inicia a principios del siglo anterior, durante la pesca del arenque en primavera. Hokkaido, alojaba miles de trabajadores inmigrantes que se venían para sacar provecho de esta temporada de pesca la cual exigía mucho trabajo y esfuerzo.
Durante la transferencia manual del arenque, el cual se debía pasar de las grandes redes de enmalle hasta pequeños barcos-taxi mediante otras redes, se entonaban canciones acompañadas cada una de las fases de la pesca, tales como “remo” y “red de transporte”. Pero también existía una abundancia de letras, a menudo improvisadas, con temas eróticos o cómicos.
Estos cantos se hacían para ayudar a los trabajadores a mantenerse despiertos durante varios días sin dormir. Por lo tanto “Soran Bushi” habría sonado como una canción que funciona para el trabajo.
Su significado
Cada paso elaborado durante el baile, tiene su significado en la denotación de los pescadores. Se muestra como ellos ponen, recogen y utilizan sus redes. Además de como celebran la pesca después de realizada la jornada.
El Significado de la palabra “Soran!” que literalmente se traduciría como “Arenque” es también una palabra de ánimo para que realicen su trabajo con más alegría y fuerza.
Recientemente se ha enseñado en colegios para que permanezca la tradición en el Japón.


